Del 5 de febrero al 5 de marzo de 1970 se celebró en
Galería Biosca (Madrid) una exposición de Rafael Zabaleta. Antonio Manuel
Campoy Alías (Cuevas del Almanzora, 1924 –
Madrid, 1993) publicó en el catálogo de aquella muestra un interesante artículo
titulado «En busca del verdadero Zabaleta», que
transcribo más abajo.[i]
En él, Campoy compara la
personalidad de Zabaleta con la de Solana, y, sobre todo, señala que -en
contra de lo que algunos críticos quisieron ver con ojos madrileños en su
pintura- el
pintor de Quesada «no fue jamás ni un rústico
ni un naïf», ni «un
paleto vestido de pintor de domingo y de visitante en corte»,
sino
quien llevó en sus cuadros a Madrid «una
España tan profunda, o más, que la solanesca, solo que vista a la luz del día».
Insiste Campoy en que, erróneamente, «todo
lo que era un tremendo misterio vital se tomó por epidermis folklorista, por
ingenuismo pueblerino, por entretenimiento naïf», y
ello porque se miraba con olvido y desdén «la España extramadrileña». Y
concluye: «Zabaleta fue un provinciano a la manera
que lo fueron Cézanne y Van Gogh, pues tal y como se pensó que lo era los que
resultamos serlo fuimos nosotros».
Antonio Manuel Campoy fue un crítico y coleccionista de
arte, además de redactor jefe de Radiotelevisión Española. Hijo predilecto de
su pueblo natal, en Cuevas del Almanzora (Almería) se puede visitar el museo
que lleva su nombre, creado en 1994 con los fondos (pintura, escultura y obra
gráfica) donados por su familia por voluntad suya. Entre las obras expuestas
figura un dibujo a tinta de Zabaleta dedicado a Campoy, fotografía del cual me
ha facilitado D. Antonio LLaguno, director de ese museo, por lo que le quedo muy
agradecido.
Dibujo de Zabaleta dedicado a Campoy
En busca del verdadero Zabaleta, por A.
M. Campoy
Así
como en Solana nos hemos obstinado en ver solo su máscara, en Zabaleta hemos
querido ver únicamente su disfraz, y en ambos empeños hemos proyectado nuestra
ligereza y nuestra miopía, que en los dos casos viene a ser algo parecido a una
necesidad de sugestionarnos con y por lo más fácil, lo más inmediato y lo más
superficial. Solana, ello es cierto, nos ha invitado cazurra y humorísticamente
a seguirlo en sus correrías pueblerinas y barriobajeras, y él se ha complacido
siempre en dejarnos creer que su personalidad solo estaba hecha de trastos
viejos, vino gordo y gallinejas fritas, y hasta se burló de nosotros
haciéndonos creer que no sabía por qué los franceses llamaban «drapeau»
a la bandera, cuando lo cierto era que él (el pobre Solana, nacido en una
mansión del barrio de Salamanca, hijo de un médico bibliófilo y millonario),
había tenido de niño una institutriz francesa.
Rafael
Zabaleta no quiso nunca hacernos creer nada, pero nosotros, dejándonos llevar
por la facilidad y la frivolidad que son la cáscara y no sé si el corazón de la
vida madrileña, nos obstinamos en ver en él una especie de lugareño caído
fantásticamente en casa de Eugenio d’Ors. Zabaleta no se disfrazaba de
campesino sorprendido entre las luces de la calle Alcalá y el bulevar Raspail.
Fuimos nosotros los que, viéndolo tan sencillo, creímos que aquel hombre de
Quesada era poco menos que un paleto vestido de pintor de domingo y de
visitante en corte. Su difícil apariencia y el lenguaje desusado de su pintura,
así de bobamente nos desorientaron. Tomamos por aldeanismo y folklore lo que
verdaderamente era hidalguía rural y misterio telúrico.
Creo
que fue Eugenio d’Ors quien, penetrando a Zabaleta con su mirada de zahorí
cosmopolita, lo llamó gentleman farmer,
o caballero del campo, título que entre los ingleses tiene mayor linaje y más
consideración que el que pueden ostentar los señores de la ciudad. La alegre Inglaterra
se hizo posible gracias a aquellos gentileshombres campesinos que tenía. España, en cambio, menospreció la aldea, se
despepitó por la Corte y acabó siendo el paraíso de las oficinas. En cuanto a
la piel labradora de la pintura de Zabaleta, tomada por muchos como un folklore
más, ¡qué error tan grande! Era nada menos que una España tan profunda, o más,
que la solanesca, solo que vista a la luz del día, bajo soles infinitamente más
hondos que las tinieblas de “l’Espagne noire”. Camón Aznar, viendo aquella
pintura de jocundo lenguaje y vitalísimo sentido, adivinó en el pintor a uno de
los que más sustancialmente sentían el misterio de nuestras tierras.
Rafael
Zabaleta (Quesada 1907-1960) nació en un hogar de la burguesía provinciana, de
una familia de propietarios, profesionales y caciques que, allá en las raíces
de su árbol genealógico, detentó el señorío y el poder, no recuerdo si en
Guernica o Luno, si en Elgueta o en Vergara. Sus antepasados llevaron el «de»
de los mayorazgos, como hacía Juan de Zabaleta, el poeta y escritor madrileño
del siglo XVII. La literatura española desdeñó casi siempre la riquísima vida
provinciana, lo que no ocurre en la literatura francesa. Mientras Galdós, por
ejemplo, fija toda su atención en Madrid, Balzac reparte la suya entre París y
la vida de provincias. Este olvido y desdén de la España extramadrileña,
reflejado en nuestro teatro con su triste burla del «paleto»,
explica nuestra desorientación respecto a Zabaleta.
Hasta
que no se haga el estudio de nuestras provincias (por cierto que acometido ya,
magistralmente, por Julio Caro Baroja), no nos enteraremos de cómo son
realmente los españoles, ni de qué cosa pueda ser España. Hemos mirado la obra
de Zabaleta con ojos madrileños, es decir, con gafas cuyos cristales casi nunca
han visto las cosas directamente, sino a través de esquemas más o menos
académicos. Carlos Marx, en ocasión de estar su yerno Paul Lafargue estudiando
en París la sociedad francesa, le escribe aconsejándole que se deje de
economistas, sociólogos y demás profesores y se dedique a leer a Balzac, en
cuya obra está la Francia abierta como un clarísimo libro vivo. La Quesada
familiar de Rafael Zabaleta quedaba tan lejos de Madrid como aquellos iniciales
paisajes suyos, soñados en sus días de colegial, en los que había exploradores
y negros, rarísimas aves y una flora emparentada con la de Rousseau.
Rafael
Zabaleta trajo al asfalto madrileño la tibia noticia de las aldeanas en flor,
los fantásticos informes de las noches de Quesada, la hierática novedad de los
alimañeros, todo ello envuelto en la vaga y rutilante geometría del pueblo y de
la sierra, con los triángulos de luz mágica de los quinqués, el hexágono de la
plaza dominguera y el ángulo obtuso, mefistofélico, del macho cabrío
enloquecido de amor. Y todo lo que era un tremendo misterio vital se tomó por
epidermis folklorista, por ingenuismo pueblerino, por entretenimiento naïf. Por cierto que también habrá que
revisar la autenticidad de lo que París nos ha hecho ver como naïf puro. Henri Rousseau fue, en
realidad, un oficinista culto que tocaba el violín y pintaba muy
intencionadamente, y en la delicia doméstica de Séraphine Louis hemos de ver,
sobre todo, el ingenio de Wilhelm Uhde transferido a su sirvienta.
No,
Rafael Zabaleta no fue jamás ni un rústico ni un naïf, y si un día, leyendo en el colegio un libro de Eugenio d’Ors
sobre Cézanne, sintió de pronto su vocación de pintor, ello ocurrió de la
manera menos azarosa. Tampoco Newton también vio caer la manzana por puro azar,
ni Pierre Bonnard, en el liceo Condorcet, se entretiene casualmente en el
dibujo. Todos ellos encontraron aquello para lo que su naturaleza y formación
los disponía. Las flautas solo suenan por casualidad en boca de burro. Zabaleta
se dio a conocer en Madrid (en esta misma Galería Biosca) el año 1942,
y en 1943 lo da a conocer Eugenio d’Ors presentándolo en el Salón de los Once,
pero su «Crepúsculo de Quesada»,
que ya era un gran cuadro, data de 1935, fecha en que el pintor había terminado
sus estudios, había visitado los museos de París y, decididamente, ya había pintado
mucho.
Yo
tengo una «academia» de Zabaleta anterior a esa fecha, y he
visto apuntes suyos de aquel tiempo en los que hay un soterrado recuerdo de su
tan estudiado Van Gogh. Jorge Larco, que supo ver nuestra pintura, no se dejó
engañar: «Todo concurre -decía-
para hacer del arte de Zabaleta un alto exponente de refinamiento y cultura,
que se escuda vergonzante bajo una apariencia candorosa de ingenuidad, con una
complacencia marcada en evocar las viñetas y los grabados románticos o la
aleluyas de años ha». No comparto yo la idea de tales
apariencias. Creo que el candor es algo consustancial al arte del maestro de
Quesada, y esto, además de verse bien en sus cuadros (¿iba a ser posible fingir
nada menos que uno de sus atractivos más entrañables?), lo sabemos cuantos
tuvimos el privilegio de ser sus amigos y de convivir largamente con él.
Hay
en Zabaleta, sí, un refinamiento culto que, nada paradójicamente, se expresa
por medio de campesinos fatalistas y de mozas cachondas; nada hay en él
adquirido por azar. Pero sí hay un infinito candor. Rafael Zabaleta, receloso,
huidizo, lleno de suspicacias, era en el fondo un manantial de candor, y solo
los que le oíamos sus tremendas historias de Quesada sabemos hasta qué playas
era su alma candorosa. La cultura era en él otra naturaleza incapaz de
corromper. Por eso, aunque en su pintura afloren conceptos y maneras de un
refinamiento medular, hay siempre en su arte un fondo de libertad y de
inocencia que purifica y devuelve a la tierra las creaciones más exquisitas del
espíritu. Su salud estaba tan afirmada, decía Eugenio d’Ors, «que
ni siquiera tememos para él anemia impresionista alguna».
Su
casa familiar, sus estudios, París, el Caserón del Sacramento, en fin, le
proporcionaron un refinamiento cultural que, exactamente, solo había de
manifestarse en él como una actitud ante la vida, no como un sofisticado
lenguaje, enfermizo siempre comparado al saludable aliento de la tierra.
Ninguna anemia impresionista, es decir, ningún fingimiento de amor a la naturaleza
y a sus libérrimos aires. La naturaleza era él mismo y libre desde siempre era
el aire que circulaba por su vida y por su alma, tan caliente y enamorado como
el fluir de la sangre en sus venas. Vio como ningún otro pintor lo que vivía, y
nos hizo verlo a nosotros, como en el soneto aquel de Luis Felipe Vivanco:
Por
eso, ante su abierto retablo campesino,
también
en nuestros ojos comienzan a brotar
vasto
sopor de siesta, color de trigo albino,
sabores
de gazpacho y aromas de pinar…
Zabaleta
fue un provinciano a la manera que lo fueron Cézanne y Van Gogh, pues tal y
como se pensó que lo era los que resultamos serlo fuimos nosotros. Madrid
estaba encantado con sus lámparas nuevas (medallas, honores, precios, nombres
rimbombantes), pero Eugenio d’Ors, como un travieso e inteligentísimo Aladino,
cambió todas las brillantes lámparas del arte oficial madrileño por aquella
vieja lámpara que alumbraba los nocturnos de Quesada. Hoy ya es fácil ver a
Zabaleta. Los coleccionistas saben lo que vale y hasta qué extremos es
indigente una colección que no lo tenga. Nosotros (podría evocar ahora lejanos
artículos en «Correo Literario»)
siempre estuvimos seguros de lo que el hombre era y de lo que su obra
representaba. Y hoy, al cabo de veintiocho años de su primera salida al
público, en esta misma Galería Biosca, saludamos otra vez en Rafael Zabaleta a
uno de los pintores más hondos y delicados de nuestro tiempo.
El contenido de este artículo de Campoy coincide en gran medida con otro (algo más breve y con algunas diferencias) que él mismo firmaba en ABC (13/2/1970, páginas 106 y 107), ampliamente ilustrado en el periódico, que también transcribo a continuación:
Hay
pintores -Solana, Zabaleta- que no se dejan conocer fácilmente. En Solana solo
hemos querido ver su máscara. En Zabaleta nos hemos obstinado en ver un
disfraz. El uno tenía que ser bronco, populachero; el otro, cazurro y
folklorista. Zabaleta, desde luego, nunca quiso hacernos creer nada; pero
nosotros, dejándonos llevar por la facilidad y la frivolidad, quisimos ver en
él una especie de lugareño caído fantásticamente en casa de Eugenio d’Ors.
Zabaleta no se disfrazaba de campesino sorprendido entre las luces de la calle
Alcalá y el bulevar Raspail. Fuimos nosotros los que, viéndolo tan sencillo,
creímos que aquel hombre de Quesada era poco menos que un paleto vestido de
pintor de domingo. Su difícil apariencia y el lenguaje desusado de su pintura
así de bobamente nos desorientaron. Tomamos por aldeanismo y folklore lo que
verdaderamente era hidalguía rural y misterio telúrico. Y poesía. Y humor.
Fue
Eugenio d’Ors quien, penetrando a Zabaleta con su mirada de zahorí cosmopolita,
lo llamó “gentleman farmer”, o caballero del campo, título que en la alegre
Inglaterra tuvo siempre más linaje y consideración que cuantos pudieran
ostentar los señores ciudadanos, y así de bien le fue a la Inglaterra
victoriana. España, en cambio, menospreció la aldea, se despepitó por la
capital… y acabó siendo el paraíso de las oficinas. En cuanto a la piel labradora
de la pintura de Zabaleta, tomada por muchos como un folklore más, ¡qué error
tan grande! Era nada menos que una España tan profunda como la solanesca, solo
que vista a la luz del día, bajo soles infinitamente más reales que los de
“l’Espagne noire”. Camón Aznar, viendo aquella pintura de jocundo lenguaje y
bienhumorado sentido, adivinó en el pintor a uno de los que más vitalmente
sentían el misterio de nuestras tierras.
Rafael
Zabaleta (Quesada 1907-1960) nació en un hogar de la burguesía provinciana, de
una familia cuyo árbol genealógico ascendía a señoríos de Guernica o Luno,
Elgueta o Vergara. Pero la literatura española desdeñó casi siempre la
riquísima vida provinciana, lo que no ocurre en la literatura francesa.
Mientras Galdós, por ejemplo, fija casi toda su atención en Madrid, Balzac
reparte la suya entre París y la vida de provincias. Este olvido y desdén de la
España extramadrileña, reflejado en nuestro teatro con su triste burla del
“paleto”, explica nuestra desorientación respecto a Zabaleta. Hemos mirado su
obra con ojos madrileños, es decir, con ojos que casi nunca han visto las cosas
directamente. La Quesada familiar de Zabaleta quedaba tan lejos de Madrid como
aquellos iniciales paisajes suyos, soñados en sus días de colegial, en los que
había negros y exploradores, rarísimas aves y una flora emparentada con la de
Rousseau.
Rafael
Zabaleta -ya lo he dicho- trajo al asfalto madrileño la tibia noticia de las
aldeanas en flor, los fantásticos informes de las noches de Quesada, la
hierática novedad de los alimañeros, todo ello envuelto en la vaga geometría
del pueblo y de la sierra, con sus triángulos de luz mágica de los quinqués. El
hexágono de la plaza dominguera y el ángulo obtuso, mefistofélico, del macho
cabrío enloquecido de amor. Y todo lo que era un tremendo vital se tomó por
epidermis folklorista, por ingenuismo pueblerino, por entretenimiento “naïf”.
Por cierto que habrá que revisar la autenticidad de lo que hemos querido ver
como “naïf” puro. Henri Rousseau fue, en realidad, un oficinista culto, que
tocaba el violín y pintaba muy intencionadamente, y en la delicia doméstica de
Séraphine Louis habría que ver, sobre todo, el ingenio de Wilhelm Uhde
transferido a su criada.
No.
Zabaleta no fue ni un rústico ni un “naïf”, y si un día, leyendo en el colegio
un libro de Eugenio d’Ors sobre Cézanne, sintió súbitamente su vocación de
pintor, ello ocurrió de la manera menos azarosa. Newton también vio caer así su
famosa manzana, y Pierre Bonnard, en el liceo Condorcet, así de “casualmente”
se entretenía en dibujar. Pero lo cierto es que todos ellos encontraron lo que
su naturaleza y formación les deparaba, pues las flautas solo suenan por
casualidad en las fabulillas. Zabaleta se dio a conocer en Madrid -en
esta misma Galería Biosca- en el año 1942, y en 1943 lo da a descubrir Eugenio
d’Ors en el Salón de los Once, pero su “Crepúsculo de Quesada” (posiblemente
se refiera a óleo “Paisaje de Quesada”, de 51 x 61 cm., que se conserva en el
museo de Quesada), que ya era un gran
cuadro, data de 1935, fecha en que el pintor había acabado sus estudios, visto
los museos de París y, decididamente, pintado mucho.
En
sus obras lejanas hay un soterrado recuerdo del por él tan estudiado Van Gogh.
Jorge Larco, que tuvo buenos ojos, no se dejó engañar: “Todo concurre -escribe-
para hacer del arte de Zabaleta un alto exponente de refinamiento y cultura,
que se escuda, vergonzante, bajo una apariencia candorosa de ingenuidad, con
una complacencia marcada en evocar las viñetas y los grabados románticos o la
aleluyas de años ha”. No comparto yo la idea total de esas apariencias. Creo
que el candor es algo consustancial al arte del maestro de Quesada, y esto,
además de verse bien en sus cuadros (¿habría sido posible fingir uno de sus
atractivos más entrañables?), lo sabemos cuantos tuvimos el privilegio de ser
sus amigos y de convivir largamente con él.
Hay
en Zabaleta, sí, un refinamiento culto que, nada paradójicamente, se expresa
mediante campesinos fatalistas, humor y mozas frescachonas; nada tiene
adquirido por azar. Pero sí hay un legítimo candor. Zabaleta, tímido, huidizo,
era en el fondo un manantial de candor, y solo los que le oímos sus tremendas
historias de Quesada sabemos hasta qué extremos era su alma candorosa. La
cultura no lo corrompió. Por eso, aunque en su pintura afloren conceptos y
maneras de un refinamiento medular, tiene siempre un poso de libertad y de
inocencia purificadoras. Su salud estaba tan afirmada, decía Eugenio d’Ors,
“que ni siquiera tememos para él anemia impresionante alguna”. Él era la Naturaleza,
libre el aire que lo circulaba, más cálido y enamorado como el fluir de la
sangre en sus venas… Hoy es fácil ver todo esto. Cualquier colección de arte
español contemporáneo es indigente sin él. Nosotros, hoy como ayer -en
Biosca-, somos zabaletianos convencidos, cada
día más. (Galería Biosca.)
[i] Agradezco a Miguel
Ángel Rodríguez Tirado que me haya facilitado copia del catálogo de la
exposición.
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